CAPABLANCA
Le bautizaron, aunque nadie lo recuerda, con el nombre de José Raúl
Blanco Capa, pero todos le llamaban Capablanca, el panadero más celebrado del
lugar, según presumía él mismo. Si había que creer en sus palabras, a
diferencia de las otras dos tahonas existentes, él despachaba a sus
paisanos auténtica ambrosía, alimento de dioses, a precio regalado, en lugar de
pan, aunque por el olor, el sabor y otras evidentes trazas lo pareciese. Esta
supuesta magnanimidad no impidió, al mismo tiempo, el enriquecimiento honrado y
la consideración de mecenas de la zona. Aquel prohombre gozaba nada menos que
del privilegio de las presidencias del Museo Etnográfico y del Club de Ajedrez
Capablanca, las reputadas entidades sin afán de lucro de la comarca por él
fundadas. Constituían el club tres socios: él y los empleados de la panadería,
a la sazón y por turno administradores, guías, guardas y limpiadores de sus dos
amadas instituciones. Él mismo les enseñó a jugar al ajedrez, pero la verdad es
que no ponían interés alguno y les infligía unas continuas y soberbias
derrotas, siguiendo, según manifestaba con gran solemnidad, el método
Capablanca. El panadero ajedrecista se aburría sin nuevos contrarios que
llevarse a la boca, aunque no contaba con que fuesen dignos de su categoría. Se
le ocurrió entonces incrementar el número de socios del club y convenció a
Raimundo, el quiosquero ciego, de que aprendiese a jugar al ajedrez. Para
animarle en la tarea, Capablanca le suministró el material adaptado
necesario: manuales en Braille, un tablero agujereado con sus piezas especiales
provistas de un vástago y un reloj sin cristal, porque en aquel tiempo no se
conocían los cronómetros digitales provistos de voz y auriculares. Ante su
insistencia y por no desairar a su mejor cliente, Raimundo aprendió en un par
de semanas los movimientos y las reglas del juego y se preparó con esmero. Poco
después, Capablanca anunció a bombo y platillo la celebración del primer torneo
de ajedrez oficial de la comarca. Se efectuaría mediante sistema liga, con una
duración máxima de dos horas y media por jugador. Ante la insuficiencia de
medios, los participantes, exceptuando a Raimundo, habían de ejercer también
como árbitros, para lo cual se establecieron relevos. Los premios consistían en
copas y medallas donadas por el Club de Ajedrez, cuyos cuatro socios se
inscribieron en el torneo.
Por fin,
llegó el momento. Una lámpara de seis bombillas que colgaba del techo de aquel
oscuro y antiguo establo alquilado, sede del afamado club, iluminaba una mesa,
rodeada por una docena de espectadores ociosos, amigos de los jugadores, sobre
cuyo tapete verde descansaba un solitario tablero con todos sus complementos
ajedrecísticos. En opinión del presidente del museo etnográfico, más de una
tabla de juego a la vez, dividiría la atención de los espectadores. A las diez
de la mañana de aquel sábado, comenzó la competición. Capablanca se enfrentó a
Martín, al que anunció y practicó el mate del pastor un minuto después. El
siguiente empleado del dueño de la tahona no corrió mejor suerte y sucumbió en
diez minutos, víctima del mate de Legal, según sentenció Capablanca con voz
tonante.
En cuanto
al quiosquero, este se sentó resignadamente frente al imbatible Capablanca y
solicitó sustituir
el tablero, las piezas y el reloj por sus equivalentes homologados. Desde el
primer movimiento, el presidente del club demostró quién mandaba allí y hubiese
comentado a los presentes los pormenores de cada genial acción que acometía, si
eso hubiese estado permitido, pero no quiso dar lugar a que el juez de la
partida, Martín, con quien había contendido y derrotado anteriormente, llevado
por un sentimiento de hostilidad o revancha, le hiciese una trastada, amparado
en el reglamento. Por otra parte, según la normativa existente, Capablanca
podía haber solicitado para sí mismo, en otra mesa, un tablero sin adaptar,
pero no lo hizo porque estaba seguro de su victoria inapelable, dada la
diferencia de nivel con su oponente. Sin embargo, cada vez que Raimundo ponía
las manos sobre las piezas para recordar su situación en el campo de batalla,
las ocultaba a la vista completamente, lo que terminó por poner nervioso a su
ilustre antagonista que comenzó a respirar y a moverse en la silla con cierta
agitación. Lo cierto es que el homónimo del campeón cubano no sabía
concentrarse ni pensar ni hilar media jugada sin ver de continuo el tablero y
aquel energúmeno no dejaba de manosear los escaques y las figuras. «¿Seguro que
esa era la última posición?», dudó, «ojalá hubiese contado con un tablero
adicional para mí solo».
—«Kurze Rochade», enroque corto
—fanfarroneó Raimundo, que era lo único que sabía decir en la notación alemana
para ciegos.
Capablanca
no esperaba aquella jugada que daba al traste con su ataque iniciado
prematuramente y dibujó una O de estupor con la boca, mientras su oponente
comprobaba y escondía otra vez las piezas y su distribución palpando las
cabezas de todos y cada uno de los trebejos. Entonces se fue la luz.
Este hecho
ocurría con cierta frecuencia en los pueblos de montaña. Un soplo de viento, un
jabalí que se rascaba el lomo en un poste, la cloaca de un gorrión que se abría
y dejaba su carga en un cable… y nos quedábamos a oscuras. Solo se podía
vislumbrar la entrada rectangular del establo, recortada por la claridad.
Cuando trajeron las velas sin mucho retraso… la verdad, nada parecía ya ser lo
mismo. Aquella se podía considerar otra partida. Yo creo que lo pensamos todos
y todos callamos. Misteriosamente, la bandera estaba a punto de caer en el
reloj de Capablanca. ¿Pero qué decir? ¿Cómo demostrar que aquella posición se
parecía a la anterior como la luz a la sombra? Nadie tuvo la precaución de
apuntar las jugadas. ¿Para qué, si el dueño de la panadería era el único capaz
de interpretar las notaciones?
Capablanca
hizo lo que pudo y a punto estuvo de ganar, pero, con el tiempo en contra, solo
consiguió empatar a duras penas. A continuación, se desató un entusiasmo que no
es para contarlo. Los presentes arrancaron a Raimundo de la silla y le
estuvieron vitoreando y dando vueltas a hombros por la plaza como un torero
triunfal hasta que llegó la noche.
Estos
hechos extraordinarios y no otros son los que explican por qué levantaron la
estatua por la que usted pregunta a Raimundo, el ajedrecista ciego, el hombre
más querido del pueblo, forastero.
Francisco C. Ayudarte Granados
Este cuento convierte en amable literatura algunas debilidades propias del ser humano, lo único real es el tema del apagón. Algo similar me ocurrió durante una partida con un invidente cuando el club de ajedrez estaba ubicado en las Casas de los Maestros (El autor).