Soy un mal jugador; pero crecí entre libros, marinos y ajedrecistas, y mis primeros recuerdos están unidos a la imagen de mi padre y sus amigos inclinados sobre un tablero, entre humo de cigarros y pipas. Me acerqué a ese juego desde muy niño, incluso antes de comprenderlo, intuyendo en él claves útiles sobre los misterios insondables o estremecedores de la vida. Después, los cuadros blancos y negros, las piezas en sus escaques, me ayudaron a entender mejor el mundo por donde eché a andar temprano, mochila al hombro. Gracias al ajedrez, o a los perfectos símbolos que lo inspiran -repito que soy jugador mediocre, a menudo torpe-, encajé de modo razonable el miedo al aguzado alfil, el horror de la torre devastadora, la soledad del peón aislado en su casilla, los cuadros blancos, negros, fundidos en grises, de la turbia condición humana. Y mientras estuve -todos estamos alguna vez, tarde o temprano- en el vientre del caballo de madera esperando mi turno para degollar troyanos dormidos, y luego, cuando al regreso con sangre en las uñas la vida me despobló el cielo de dioses, el ajedrez me dio respuestas, consuelo, sosiego y media docena de certezas útiles con las que ahora envejezco, leo, navego y escribo novelas...
Arturo Pérez-Reverte
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