Libros de Ajedrez publicados por motrileños

martes, octubre 11, 2022

CAPABLANCA



 CAPABLANCA

Le bautizaron, aunque nadie lo recuerda, con el nombre de José Raúl Blanco Capa, pero todos le llamaban Capablanca, el panadero más celebrado del lugar, según presumía él mismo. Si había que creer en sus palabras, a diferencia de las otras dos tahonas existentes, él  despachaba a sus paisanos auténtica ambrosía, alimento de dioses, a precio regalado, en lugar de pan, aunque por el olor, el sabor y otras evidentes trazas lo pareciese. Esta supuesta magnanimidad no impidió, al mismo tiempo, el enriquecimiento honrado y la consideración de mecenas de la zona. Aquel prohombre gozaba nada menos que del privilegio de las presidencias del Museo Etnográfico y del Club de Ajedrez Capablanca, las reputadas entidades sin afán de lucro de la comarca por él fundadas. Constituían el club tres socios: él y los empleados de la panadería, a la sazón y por turno administradores, guías, guardas y limpiadores de sus dos amadas instituciones. Él mismo les enseñó a jugar al ajedrez, pero la verdad es que no ponían interés alguno y les infligía unas continuas y soberbias derrotas, siguiendo, según manifestaba con gran solemnidad, el método Capablanca. El panadero ajedrecista se aburría sin nuevos contrarios que llevarse a la boca, aunque no contaba con que fuesen dignos de su categoría. Se le ocurrió entonces incrementar el número de socios del club y convenció a Raimundo, el quiosquero ciego, de que aprendiese a jugar al ajedrez. Para animarle en la tarea, Capablanca le suministró  el material adaptado necesario: manuales en Braille, un tablero agujereado con sus piezas especiales provistas de un vástago y un reloj sin cristal, porque en aquel tiempo no se conocían los cronómetros digitales provistos de voz y auriculares. Ante su insistencia y por no desairar a su mejor cliente, Raimundo aprendió en un par de semanas los movimientos y las reglas del juego y se preparó con esmero. Poco después, Capablanca anunció a bombo y platillo la celebración del primer torneo de ajedrez oficial de la comarca. Se efectuaría mediante sistema liga, con una duración máxima de dos horas y media por jugador. Ante la insuficiencia de medios, los participantes, exceptuando a Raimundo, habían de ejercer también como árbitros, para lo cual se establecieron relevos. Los premios consistían en copas y medallas donadas por el Club de Ajedrez, cuyos cuatro socios se inscribieron en el torneo.

Por fin, llegó el momento. Una lámpara de seis bombillas que colgaba del techo de aquel oscuro y antiguo establo alquilado, sede del afamado club, iluminaba una mesa, rodeada por una docena de espectadores ociosos, amigos de los jugadores, sobre cuyo tapete verde descansaba un solitario tablero con todos sus complementos ajedrecísticos. En opinión del presidente del museo etnográfico, más de una tabla de juego a la vez, dividiría la atención de los espectadores. A las diez de la mañana de aquel sábado, comenzó la competición. Capablanca se enfrentó a Martín, al que anunció y practicó el mate del pastor un minuto después. El siguiente empleado del dueño de la tahona no corrió mejor suerte y sucumbió en diez minutos, víctima del mate de Legal, según sentenció Capablanca con voz tonante.

En cuanto al quiosquero, este se sentó resignadamente frente al imbatible Capablanca y solicitó sustituir el tablero, las piezas y el reloj por sus equivalentes homologados. Desde el primer movimiento, el presidente del club demostró quién mandaba allí y hubiese comentado a los presentes los pormenores de cada genial acción que acometía, si eso hubiese estado permitido, pero no quiso dar lugar a que el juez de la partida, Martín, con quien había contendido y derrotado anteriormente, llevado por un sentimiento de hostilidad o revancha, le hiciese una trastada, amparado en el reglamento. Por otra parte, según la normativa existente, Capablanca podía haber solicitado para sí mismo, en otra mesa, un tablero sin adaptar, pero no lo hizo porque estaba seguro de su victoria inapelable, dada la diferencia de nivel con su oponente. Sin embargo, cada vez que Raimundo ponía las manos sobre las piezas para recordar su situación en el campo de batalla, las ocultaba a la vista completamente, lo que terminó por poner nervioso a su ilustre antagonista que comenzó a respirar y a moverse en la silla con cierta agitación. Lo cierto es que el homónimo del campeón cubano no sabía concentrarse ni pensar ni hilar media jugada sin ver de continuo el tablero y aquel energúmeno no dejaba de manosear los escaques y las figuras. «¿Seguro que esa era la última posición?», dudó, «ojalá hubiese contado con un tablero adicional para mí solo».

—«Kurze Rochade», enroque corto —fanfarroneó Raimundo, que era lo único que sabía decir en la notación alemana para ciegos.

Capablanca no esperaba aquella jugada que daba al traste con su ataque iniciado prematuramente y dibujó una O de estupor con la boca, mientras su oponente comprobaba y escondía otra vez las piezas y su distribución palpando las cabezas de todos y cada uno de los trebejos. Entonces se fue la luz.

Este hecho ocurría con cierta frecuencia en los pueblos de montaña. Un soplo de viento, un jabalí que se rascaba el lomo en un poste, la cloaca de un gorrión que se abría y dejaba su carga en un cable… y nos quedábamos a oscuras. Solo se podía vislumbrar la entrada rectangular del establo, recortada por la claridad. Cuando trajeron las velas sin mucho retraso… la verdad, nada parecía ya ser lo mismo. Aquella se podía considerar otra partida. Yo creo que lo pensamos todos y todos callamos. Misteriosamente, la bandera estaba a punto de caer en el reloj de Capablanca. ¿Pero qué decir? ¿Cómo demostrar que aquella posición se parecía a la anterior como la luz a la sombra? Nadie tuvo la precaución de apuntar las jugadas. ¿Para qué, si el dueño de la panadería era el único capaz de interpretar las notaciones?

Capablanca hizo lo que pudo y a punto estuvo de ganar, pero, con el tiempo en contra, solo consiguió empatar a duras penas. A continuación, se desató un entusiasmo que no es para contarlo. Los presentes arrancaron a Raimundo de la silla y le estuvieron vitoreando y dando vueltas a hombros por la plaza como un torero triunfal hasta que llegó la noche.

Estos hechos extraordinarios y no otros son los que explican por qué levantaron la estatua por la que usted pregunta a Raimundo, el ajedrecista ciego, el hombre más querido del pueblo, forastero.

Francisco C. Ayudarte Granados

    

 Este cuento convierte en amable literatura algunas debilidades propias del ser humano, lo único real es el tema del apagón. Algo similar me ocurrió durante una partida con un  invidente cuando el club de ajedrez estaba ubicado en las Casas de los Maestros (El autor).

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